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Cementerio de Alcalá de Henares, Madrid |
Puedo sentir la rabia por el
daño que estamos sufriendo a manos de seres de moralidad grosera y repugnante.
El paisaje dominante, en esta época del año, es un paisaje humano, cegador,
teñido de pintoresquismo en los colores chillones de sus bañadores.
La memoria de una playa
virgen, del mismo mar que ondula las conchas de las caracolas y que moja la
arena de sus orillas, provoca la deriva hasta mis sentidos del sahumerio fresco de los
cristales pulidos, en el ancho del tiempo, por el incesante vaivén de las olas
y el viento,
fundiéndose con el sustrato de mi esencia y propia naturaleza corpórea,
vulnerable y caduca de ermitaño.
Tan fácil como salir de mi
abrigo personal, para pasear por la orilla, se me hace quimérico por lo
impracticable que supone encontrarme entre tanta caricatura de estética
sospechosa y con un cubo en la mano, donde me introducen y luego, os lo cuento
desde la hilaridad más absoluta, te dejan en agua recalentada durante horas,
hasta más tarde, verterte en un pozo negro.
Se da entonces, al llegar a
la frontera de la vida, la
oportunidad de comprender que, a veces, es el momento de morir, de dejar la
concha sin luchar; que es importante mimar cada paso con todo el calor y la
consciencia de que se es capaz, para no perderse en una locura, en un suicidio
suave y gozar de lo que será, una gran experiencia de vivir en el tembloroso
tránsito de la vida.
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